Casi sin darnos cuenta había llegado el martes y comenzaba nuestro último día en Munich. La noche anterior nos habíamos despedido de nuestra amiga porque esa mañana ya no la íbamos a ver.
Desayunamos, dejamos las maletas listas y salimos en dirección a los restos del campo de concentración de Dachau.
Para llegar al pueblo de Dachau tomamos un tren de cercanías que tardaba aproximadamente media hora, y después se suponía que debíamos tomar un bus que tardaba 10 minutos más en llegar al campo. Sin embargo, las indicaciones de nuestra amiga no fueron las correctas y al bajarnos del tren no había ningún bus ni se le esperaba. Al parecer nos deberíamos haber bajado una parada antes. En parte fue culpa nuestra por fiarnos de ella porque durante el fin de semana ya había dado pistas de estar más perdida por Munich que Adán el día del padre.
Al no ver ningún taxi por la zona decidimos caminar hasta el campo. Gracias al gps del móvil llegamos sin perdernos, aunque nadie nos quitó los 20 minutos de innecesaria caminata.
La visita resultó bastante chocante. Siempre que visito sitios históricos intento proyectarme a cómo sería ese lugar en su apogeo y en esta ocasión las sensaciones no eran nada agradables. El campo está a las afueras del pueblo, en una zona boscosa y tranquila. Se accede por la misma puerta que accedían los prisioneros en aquel entonces y en la enorme explanada que ocupa el recinto se vive un respetuoso silencio. En un extremo está el antiguo edificio principal donde estaban las oficinas y las duchas, y donde ahora hay una exposición de imágenes y artículos relacionados con la historia del lugar. El resto del espacio está desierto. Dos columnas de arboles delimitan un pasillo central a cuyos lados solo quedan en el suelo las siluetas de los más de 30 barracones con los que contaba el campo. Hoy en día hay reconstruidos solamente dos de estos barracones para que los visitantes se puedan hacer una idea de las condiciones de afinamiento a las que se vieron sometidos los prisioneros. Todo el perímetro está rodeado por un foso y alambre de espino, y cada cierta distancia hay torretas de vigilancia que intimidan con solo mirarlas. En el extremo opuesto del recinto hay un pequeño puente sobre el foso y un portón de alambre que da acceso a otra área donde se adivina una chimenea escondida entre los árboles, y allí mismo aparece lo que era el crematorio y la cámara de gas que supuestamente no fue utilizada nunca. Todo ello resulta tan macabro que te deja una sensación muy desagradable.
Como el tiempo se nos empezaba a echar encima decidimos volver a Munich. En esta ocasión no hubo problema para coger primero el bus y después el tren.
Nuestro avión salia a media tarde, así que aprovechamos el poco margen que nos quedaba para visitar al teatro de la residencia de Munich. La visita no nos llevó mas de 15 minutos, y aunque el teatro es pequeño, merece la pena ver su increíble decoración.
La hora de abandonar Munich había llegado. Comimos algo en una bocatería del centro y a toda prisa pasamos por la casa de nuestra amiga a recoger nuestras maletas y poner rumbo al aeropuerto. En la puerta de embarque nos cruzamos con nuestro amigo Pelayo que desde hace unos años vive en Alemania y llegaba en el mismo avión que nos llevaría a nosotros a Asturias. Unos vienen y otro se van.
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