miércoles, 7 de junio de 2017

DIARIO DE ABORDO: Marsella

   Al sexto día de crucero, no sólo nos despertábamos en otra ciudad, también en otro país. Atrás había quedado la bella Italia y estábamos en Marsella - Francia.
   No contratamos ninguna excursión ese día porque la ciudad por si misma merecía mucho la pena. Lo que si contratamos fue el servicio de buses lanzadera que te llevaban desde el puerto hasta el centro de la ciudad (había unos cuantos kilómetros de trayecto).
   Una vez en la ciudad, nos dedicamos a pasear por nuestra cuenta. Hacía un día estupendo, ni una nube en el cielo y una temperatura muy agradable.
   Nuestra primera parada fue a la catedral La Major. El edificio es bonito, pero seguíamos teniendo el mismo problema. El mármol blanco ya no impresionaba tanto después de pasar por Florencia.
   Después callejeamos por el barrio antiguo. Unos callejones empinados con un aire a antiguo barrio marinero. Creo que fue de las cosas que más me gustó de Marsella. Esa esencia propia de viejo puerto mediterráneo con sus pequeños rincones que parecían sacados de una película. Muchas veces el viajero se alimenta de estereotipos, y cuando por fin encuentras un lugar que es cómo te lo imaginabas, parece que viaje y viajero se encuentran en armonía.
   Las callejuelas nos llevaron directamente al puerto antiguo y autentico corazón de la ciudad. Es una gran lengua de mar que se adentra en la urbe y que está flanqueada por dos imponentes castillos que debieron ser autenticas piezas estratégicas para la defensa de la ciudad en los tiempos de la piratería.    El puerto en sí esta lleno de pantalanes donde cientos de pequeñas embarcaciones permanecen amarradas. Los edificios circundantes tienen una arquitectura homogénea y dan una gran vida a la zona con sus innumerables terrazas. Paseamos por la zona tranquilamente disfrutando del ambiente y nos entretuvimos viendo como los pescadores preparaban allí mismo sus capturas para la venta. A lo lejos, en lo alto de una colina, presidía toda la escena la Basílica de Notre Dame de la Garde. Apetecía contemplarla de cerca, pero el kilómetro de cuesta que había que subir nos quitó las ganas. En lugar de eso, tomamos un vino en un bar de la zona mientras pensábamos dónde podíamos comer.
   Lo que más nos apetecía era picar algo en alguno de los restaurantes que habíamos visto por el barrio antiguo, así que desandamos lo andado y nos perdimos de nuevo por las callejuelas marsellesas. La verdad que nos costó bastante elegir un sitio. Unos por precio y otros por oferta no terminaban de llamar nuestra atención. Terminamos comiendo en L´effet Clochette, una terraza que parecía salida del decorado de una película. Por desgracia se quedó en eso, un decorado. Por más fama que tenga la comida francesa sigue estando en los últimos puestos de mi ranking de comida por países. Pedimos un par de platos de pescado con almejas, y aquello no sabia a nada. El mejor recuerdo que me quedó fue el del ali oli que pusieron de acompañamiento. Una decepción.
   Después de comer, aun nos sobro tiempo para visitar uno de los castillos que defendía el puerto. A mi las fortificaciones antiguas me apasionan, y este está perfectamente conservado.
   Sobre las cuatro de la tarde volvimos a coger el bus lanzadera que nos llevó de vuelta al crucero. Cómo aún había sol, no me pude resistir a darme un último chapuzón en las piscinas del barco. Esa iba a ser nuestra última tarde para disfrutar de las comodidades del Costa Diadema y no quería dejar pasar la oportunidad. He de confesar que pasé más frío que un cubano en alaska en la piscina exterior, pero la piscina cubierta fue otro cantar. Una pasada a pesar de la masificación de niños.
   Los cócteles y la cena tuvieron un sabor diferente esa noche. El saber que la experiencia tocaba a su fin le daba a todo un toque de nostalgia. Se vive tan bien en un crucero que apetece no irse nunca. Aprovechamos para hacer por última vez todo aquello que más nos había gustado. Tomamos nuestros cócteles favoritos, después de una semana de todo incluido ya teníamos nuestras claras preferencias, escuchamos música en directo en el Country Rock Club y cómo no, disfrutamos de nuestra última cena a bordo atendidos por el que fue durante el viaje nuestro camarero personal. Un indú que al principio nos parecía borde y al que terminamos cogiendo cariño. Para terminar, como no podía ser de otra manera, una última visita a la discoteca del barco. Que bien lo habíamos pasado.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario