martes, 30 de mayo de 2017

LA MALA VIDA: Aniversario en las Rías Baixas

   Un año de matrimonio no se celebra todos los días, así que decidimos ir a pasar el fin de semana a las Rías Baixas. Aprovechando que uno de los regalos de boda fue una caja de "La Vida es Bella" decidimos reservar una de sus estancias de hotel y spa en O Grove.
   Como no podía ser de otra manera emprendimos el viaje con una hora de retraso. El no conseguir nunca salir a la hora es algo que empezamos a tener asumido. Así pues, a las 2 de la tarde del viernes (26 de mayo) emprendíamos camino a Galicia. El plan era parar a comer por el camino para que las 3 horas 45 minutos de viaje que nos predestinaba el google maps se hicieran más llevaderas, pero por cuestión de horario no pudimos adelantar mucho trayecto y sobre las 3 decidimos parar a comer en Ribadeo. Por lo menos ya estábamos fuera de Asturias aunque solo fuera por unos metros.

   Siguiendo las referencias de TripAdvisor el restaurante elegido fue O Piano. Se trata de una parrilla a las afueras que nos sorprendió positivamente. Pedimos una de pulpo a la plancha, churrasco de cerdo y brochetas de solomillo ibérico con bacon. Todo estaba bueno y el único problema aunque parezca imposible fueron las raciones tan abundantes. Solamente con el pulpo casi habríamos comido y por solo 13,5 €. El churrasco era todo un costillar de cerdo partido en trozos, y las brochetas traían ni más ni menos que 5 piezas de solomillo rodeadas de bacon. Sobró casi la mitad y no quedó espacio ni para un mísero postre. Para colmo, cuando uno no puede beber, van y te invitan a los chupitos dejando las botellas sobre la mesa para que te sirvas cuanto quieras. La vida no es justa!!


   El resto del trayecto pasó relativamente rápido y en algo más de dos horas estábamos llegando a O Grove. El hotel lo encontramos sin problema. Se trataba del un hotel Louxo en la isla de la Toja. Dejamos nuestras cosas, nos dimos una ducha y después de preguntar en recepción por unas indicaciones básicas salimos a dar un paseo, tomar unos vinos y cenar. Desde el hotel hasta el centro de O Grove tardamos unos 25 minutos. Había que cruzar un puente que une la isla de la Toja con el pueblo. A medida que paseábamos nos llamaba la atención la cantidad de marisquerías que había. Todas con sus menús anunciados en la puerta esperando seducir a algún turista. La mariscada la teníamos planeada para el día siguiente, así que esa noche nos dedicamos a tomar unos albariños y pedir alguna tapa. Nos decepcionó un poco la falta de ambiente que había en calles y bares. La sensación era de pueblo turístico a la espera del verano. Todo estaba abierto, pero las barras estaban casi vacías. El vino de la zona nos gustó mucho. Es fresco y entra solo. También nos sorprendió el precio de algunos mariscos. Tomamos una tapa de navajas a la plancha por 8 euros que en Gijón no la encuentras por el doble, y las zamburiñas también estaban baratísimas. La noche la terminamos en el casino de La Toja, junto al hotel. Teníamos entrada gratis y encima nos invitaban a unas copas de cava. Por desgracia, para variar, salimos con perdidas.

   El sábado amaneció ligeramente nublado pero con una temperatura muy agradable. Nuestro bono regalo incluía desayuno, así que dimos buena cuenta del buffet mientras disfrutábamos de las preciosas vistas de la ría que había desde la cafetería del hotel. Después nos pusimos el albornoz que nos habían prestado el día anterior y bajamos al spa. Durante hora y media estuvimos a remojo en la piscina de chorros y después sudando en las dos saunas que tenía el hotel. Hubo amago de ahogo en la sauna sueca porque se me ocurrió echar tres garcilladas de agua en las piedras candentes. Mi intención era subir un poco la temperatura, pero más bien desaté los fuegos del infierno y tuvimos que salir a respirar.

   Con el cuerpo ya relajado después del circuito recogimos nuestras cosas y abandonamos el hotel. Primero visitamos la ermita de las conchas. Es una pequeña iglesia que está en la misma isla de la Toja. Es famosa por estar completamente recubierta de conchas de zamburiñas (mucho marisco se come en O Grove). Las conchas le dan un impresionante color blanco a las paredes, pero últimamente se ha puesto de moda firmar sobre ellas y es una autentica pena. Mejor pintaban las paredes en sus casas.


Tras visitar la ermita, fuimos en coche a conocer un pueblecito cercano que nos habían recomendado: San Vicente do Mar. Se trata de un pueblo marinero con un pequeño puerto y varias playas. Por internet decían que tiene un precioso paseo de madera junto al mar. Lo que pasa es que nosotros no somos muy de caminar por caminar y ya estaba llenado la hora de comer. También puede ser que le faltase ambiente veraniego. El pueblo no está mal, pero tampoco nos pareció para tanto.
   Después de estas pequeñas visitas culturales volvimos a O Grove y comenzamos la que era nuestra misión principal: encontrar un restaurante donde darnos la gran mariscada. La investigación de mercado que habíamos hecho la noche anterior y algún consejo de los lugareños nos permitieron acotar la búsqueda. El único problema era nuestro requisito fundamental: queríamos comer bugre. Por suerte la mala fortuna la habíamos dejado en el casino, y en la primera marisquería que preguntamos encontramos la mariscada perfecta (bogabante, cigalas, langostinos, gambas y vieiras). Todo ello por 62 euros para dos personas. El lugar se llamaba marisquería Solaina. Reservamos para las 3 y nos fuimos a dar un paseo y tomar un vino.
   
   La comida estuvo bien. El bugre era de medio kilo y aunque intentamos sustituirlo por uno mas grande a cambio de las gambas y los langostinos, no nos dejaron. Para delante pedimos unas almejas a la sartén que estaban espectaculares. El resto del marisco muy correcto. Resultaron mucho más sabrosas las gambas que los langostinos. Me impresionó el tremendo bocado que tiene la vieira. Y aunque el bogante y las cigalas eran algo pequeños, fueron suficiente para quitar el antojo. 



   La tarde la dedicamos a visitar todo aquello que nos resultaba interesante en nuestro camino a Pontevedra, que era la ciudad donde habíamos decidido pasar la noche del sábado. Primero paramos en la playa de la Lanzada, un arenal inmenso que nos encontramos a pocos kilómetros de O Grove. 
   Luego visitamos una pequeña iglesia situada en una peña junto al mar que vimos al pasar por la carretera. Al parecer algunos de los restos de piedra que se podían ver eran de una a antigua fortaleza que tuvo allí su asentamiento siglos atrás. 
   Después nos dirijímos a conocer dos pueblos de los que nos habían hablado muy bien: Portonovo y San Jenjo (San Xenxo). Están prácticamente pegados el uno al otro. Portonovo no nos gustó demasiado. El pueblo es bonito, pero había muy poco ambiente. Sin embargo San Jenjo nos sorprendió por lo contrario. A pesar de notarse que faltaba muchísima gente (el 80% de las persianas estaban bajadas, seguramente por ser pisos solo de veraneo) nos encontramos un pueblo con una vida impresionante. El paseo marítimo estaba repleto, las terrazas a rebosar y se respiraba un gran ambiente. Dimos un paseo junto a la playa hasta llegar al puerto, y después nos sentamos a una cafetería a tomar un helado y una coca-cola. Se estaba de lo más agradable.


   Desde San Jenjo ya pusimos rumbo a nuestro hotel en Pontevedra. Llegamos sobre las 8 de la tarde, con el tiempo justo para darnos una ducha y salir a ver la final de copa entre el Barcelona y el Alavés (3-1). Fútbol aparte, Pontevedra fue la gran sorpresa de este viaje. Es una ciudad más grande de lo que esperábamos, con un casco antiguo totalmente peatonalizado y repleto de rincones perfecto para pasear. La típicas fachadas gallegas de piedra con columnas y soportales, y los ventanales en forma de corredor le daban a las calles un encanto especial. Hay cantidad de bares de todo tipo y lo más importante: gente! Las terrazas estaban a rebosar y los restaurantes otro tanto de lo mismo. Fuimos tomando albariños de sitio en sitio y picamos alguna tapa. 

   

   Nos llamó especialmente la atención el pulpo a la gallega con queso de tetilla fundido. Nunca lo habíamos probado y nos gustó bastante. Además debe de estar haciéndose popular porque lo ofrecían en varios sitios. Ya de madrugada, aun nos dio tiempo a complicarnos un poco la vida siguiendo el consejo del dueño venezolano del último local donde paramos a tomar un vino. Terminamos tomando una copa en un bar llamado Doctor Livingstone. Puede que hubiese sido mejor saltar esta ultima parada, pero el local impresionaba. Tal cual nos lo describió el venezolano, estaba decorado con motivos del África colonial y solo por mirar los detalles de las paredes y estanterías merecía la pena.
A la mañana siguiente desayunamos en el hotel y decidimos comer de tapeo por el centro. La ciudad nos había encantado. Aprovechando que en esta ocasión era de día visitamos un par de iglesias, fuimos a algunos puntos de interés turístico y paseamos por la ria. Luego, ya a la hora de comer, picamos algo por los bares del casco antiguo que estaban aun más llenos que la noche anterior. 
   Destacaría especialmente los langostinos crujientes que tomamos en la viñoteca Envero. Nunca había probado un crujiente hecho con ese tipo de pasta. Buenísimos.

 Pero como todo lo bueno se termina. Apenas terminamos de comer nos tocó poner rumbo de nuevo a tierras asturianas. Era domingo 28 de Mayo y se cumplía 365 días desde nuestra boda. Qué gran día!

   Y ahora, contador a cero para un nuevo año lleno de emociones, momentos por vivir, risas, llantos, experiencias, lecciones por aprender y lo que tenga que venir. Pero juntos.

jueves, 25 de mayo de 2017

DIARIO DE ABORDO: La Spezia

   Nuestro cuarto día de crucero suponía nuestro primer gran dilema. Amanecíamos en La Spezia, un puerto al norte de Italia, y las alternativas que teníamos para ese día eran todas muy tentadoras. Por un lado se podía visitar la región de las Cinque Terre, un conjunto de pueblos marineros que a juzgar por la fotos parecían de lo más pintoresco, o por otro lado visitar las monumentales ciudades de Pisa y Florencia. Por un criterio de importancia histórica decidimos quedarnos con esta segunda opción.
   Aunque habíamos leído que sale mucho más económico organizar las visitas por tu cuenta, dada la complejidad de las visitas, con varias horas de autobús de por medio, decidimos contratar la excursión en el mismo barco. Terminaron de convencernos cuando nos dijeron que el crucero nunca zarpa sin que hayan llegado de vuelta todas sus excursiones. Pero si vas por tu cuenta y tienes algún percance que te impida llegar a tiempo, ya te puedes organizar para llegar por tierra al siguiente puerto donde atraca el crucero el día siguiente. Y nosotros antes muertos que perdernos una noche de "todo incluido".
   Para las excursiones te citan a una hora determinada en uno de los bares o restaurantes y te asignan un guía que te acompañará durante todo el día. Nuestra hora de encuentro era a las 9:45, así que nos dio tiempo a desayunar con calma de nuevo en el restaurante a la carta. Poco más tarde de las 10 estábamos en el autobús dirección a Pisa (1 hora de trayecto). A nuestra izquierda desde la autopista íbamos viendo las montañas perforadas por canteras de donde se sacaba el mármol con el que se hicieron casi todos los monumentos que veríamos a lo largo de ese día. El famoso mármol de Carrara.
   Pisa nos decepcionó un poco. O por lo menos no vimos demasiado. El autobús nos dejó a las afueras y caminamos durante unos 10 minutos entre tiendas de souvenirs hasta llegar a la plaza del Duomo. En la plaza están el Baptisterio, el Duomo y la famosa torre inclinada. La verdad que el complejo en si impresiona, pero ya no hay más que ver. Nos hicimos la foto de rigor sujetando imaginariamente la torre (cuenta la leyenda que si no te haces esa foto te pegan una paliza un grupo de turistas japoneses a la salida) y entramos tanto en el Duomo como en el Baptisterio. Muy impresionantes también desde el interior con su color blanco característico de mármol. Después hicimos tiempo paseando por los jardines hasta que llegó la hora de volver al punto de encuentro. Para variar hubo un matrimonio de graciosos que se les pasó la hora y nos hicieron esperar más de 20 minutos. El problema era que los minutos de más en Pisa suponían menos tiempo en Florencia, así que cuando por fin aparecieron todo el autobús les quería partir la cara con una preciosa loseta de mármol.
   Templados un poco los ánimos pusimos rumbo a Florencia (1 hora y media de trayecto). Al llegar se repitió la operación. El autobús nos dejó a las afueras y caminamos en grupo hasta los puntos más emblemáticos de la ciudad. La sensación era de una ciudad considerablemente más grande que Pisa, y por tanto con más cosas que ver. Callejeamos por el centro histórico repleto de gente. Visitamos la correspondiente plaza del Duomo, con su Baptisterio y la impresionante Catedral. Todo ello del característico color blanco del mármol. Fuimos a la plaza de la Señoría, que parece un museo al aire libre repleta de esculturas, incluida una replica del famoso David de Miguel Angel. (El original está a buen recaudo en la galería de la academia de arte de la ciudad). Nos asomamos al río a contemplar el famoso Ponte Vecchio. Y aún tuvimos tiempo libre para pasear por nuestra cuenta, ir al Hard Rock Café a por un vaso de chupito para nuestra colección, comer en una tranquila terraza y disfrutar de un helado riquísimo de una de las impresionantes heladerías que había por el centro. En definitiva, entre Iglesias, Palacetes, esculturas y edificios señoriales la ciudad es muy bonita y merece la pena. Para terminar la visita el autobús dio una vuelta por las afueras de la ciudad subiendo hasta una especie de mirador desde donde pudimos contemplar Florencia bajo un precioso atardecer.
   El viaje de vuelta hasta el barco (2 horas de trayecto) tuvo su momento mítico cuando Franco, el chofer, se nos vino arriba y empezó a pinchar música para excursiones de colegio mientras que encendía y apagaba luces y nos enseñaba una coreografía de lo más friki. Todo un personaje el tal Franco.
   Llegamos al barco relativamente tarde, pero nos dio tiempo a descansar un poco y disfrutar una noche más de los bares y de una rica cena.



viernes, 19 de mayo de 2017

DIARIO DE ABORDO: Nápoles

   Nápoles nos recibió lluvioso. Lo cual le daba aun un aspecto más pintoresco a la imagen de la ciudad que teníamos desde el ventanal del restaurante donde habíamos decidido desayunar ese día. El Restaurante Fiorentino. Al ya clásico buffet, aquí añadían la opción de desayuno a la carta con platos cocinados (tostadas, tortitas, huevos revueltos, salchichas, huevos con bacon, etc).
   El muelle donde atracó el crucero estaba justo al pie de la ciudad. Presidiendo el puerto el castillo Nuovo nos daba la bienvenida. Al bajar del barco las primeras diferencias con España se hicieron notar. Mientras que en Gijón las tiendas de souvenirs venden ropa tipo "les camisetes", en las tiendas para turistas de Nápoles había trajes con corbata. No había duda, estábamos en Italia.
   La suerte quiso que a la hora de desembarcar parase de llover, y quedó un día muy agradable.
   Nuestra primera visita fue al castillo. Tampoco nos quedada otra alternativa porque para salir del puerto teníamos que pasar junto a él. De piedra negra impresionaba más por fuera que por dentro. Aunque tampoco le dedicamos muco tiempo. Nos asomamos al patio hasta donde era gratis. En el momento que nos hablaron de euros decidimos salir. Luego fuimos a la Piazza del Plebiscito. Una plaza enorme junto a la basílica de San Francisco de Paula que no estaba muy lejos, y desde ahí a las galerías Umberto I, impresionantes con sus techos y cúpula de cristal y las fachadas interiores llenas de ventanales. Aunque estaban un poco deslucidas por uno de los enemigos de los turistas: las obras de rehabilitación y sus malditos andamios.
   Después de estas tres primeras visitas, que estaban muy cerca unas de otras y próximas al puerto, nos tocó adentrarnos en la ciudad. Personalmente Nápoles me encantó. Es sucia, desordenada, oscura, caótica, pero tiene algo. Nunca viviría en ella pero, estando de viaje en el sur de Italia, en la ciudad de la camorra, creo que era justo lo que me quería encontrar. Pasear por sus ajetreados callejones, con motos apareciendo a toda velocidad sin previo aviso, para desembocar por sorpresa en pequeñas plazoletas o en alguna de las numerosas iglesias, fue una experiencia de lo más pintoresca. Nunca olvidaré el café expreso que tomamos en la terraza de una de las muchas cafeterías que daban vida a la ciudad al son de un acordeón que hacía la escena aun más de película.
   Otro de los lugares más pintorescos de la ciudad es la Via San Gregorio Armero. Una calle entera dedicada durante todo el año a la venta de figuras de nacimiento. Miles de pequeños personajes decoraban los escaparates y las estanterías. Todos los oficios posibles estaban representados, y muchas de las figuras tenían incluso movimiento. También había representaciones de algún que otro personaje famoso. Vamos, que aquello era el paraíso de los amantes de los belenes.
   Tampoco olvidaré la que ha sido la mejor pizza que he comido en mi vida. Después de hacer una pequeña investigación por internet sobre dónde comer nos decidimos por la pizzería Gino Sorbillo, en la Via Tribunali, y fué todo un acierto. Aunque era temprano para comer, no eran más de las 12:30, teníamos que estar de vuelta en el barco antes de las 2, y estando en la cuna gastronómica de la pizza no podíamos dejar pasar la oportunidad. Probamos una Marinnara y una Margarita, y tengo la triste sensación de que nunca una pizza volverá a saberme igual. Sencillamente impresionante.
   Cada país tiene sus estereotipos, algunos más ciertos que otros, pero el de Italia y la moda tiene su fundamento. Solo así se explica entrar en una tienda para comprar un vestido y que la dependienta te intente vender la colección otoño-invierno al completo. Eso sí, todo perfectamente conjuntado.
   Volvimos al barco temprano y nos buscamos un lugar desde donde despedir Nápoles mientras zarpábamos. El día empezaba a ponerse desagradable y amenazaba con volver a llover, así que nos resguardamos en una de las cafeterías con terraza. A lo lejos, bajo las nubes, el imponente monte Vesubio se iba haciendo pequeño mientras disfrutábamos de un café. Definitivamente, Nápoles es una ciudad especial.
   La tarde a bordo la destinamos al vicio. El todo incluido seguía dando mucho juego, así como el casino, donde empezábamos a hacer nuestros pinitos. Antes de cenar vimos un espectáculo en el teatro del barco basado en "las mejores canciones italianas". Y la cena, como las anteriores, una pasada.