Las perretas... eso de lo que todos los padres hemos oído hablar, pero hasta que no las sufrimos en carne propia no sabemos lo que son.
Pero empecemos por el principio. ¿Qué es una perreta?
¿Se trata tal vez de una posesión demoniaca en la que un espíritu maligno se apodera de nuestro hijo?
¿O quizás es el karma que vuelve para recordarnos todas aquellas veces que criticamos a otros padres por "no saber" controlar a sus hijos? -mira pa´lli, si lo tienen asilvestrado!
Podría tratarse de la madre naturaleza en todo su esplendor recordándonos lo insignificantes que somos en este universo, o tal vez la selección natural deshaciéndose de aquellos padres que no son lo suficientemente fuertes empujándoles al suicidio.
Quizás sea una conspiración de orfanatos a nivel mundial que les ponen algo en la papilla a nuestros hijos para volverlos locos e intentar que los demos en adopción.
Nada de esto está claro, pero si hay algo que comparten todas las buenas perretas es que debe de haber público. Que el mismísimo belcebú se apodere de tu hijo no tiene ninguna gracia si es en casa cuando sólo estáis tu y tu pareja. Una auténtica perreta requiere de un centro comercial abarrotado, un autobús lleno de gente, un avión en mitad de un vuelo transoceánico, el funeral del tío Antonio, y por supuesto todo un clásico: el restaurante.
En nuestro caso los hechos ocurrieron el 23 de Marzo del año de nuestro señor 2019 en un restaurante de Ribadeo. Podría haber sido una comida más, de hecho todo estaba transcurriendo con normalidad y no había nada que indicase que el fin del mundo estaba próximo. Ni la llama de las velas se volvió azul, ni los perros empezaron a ladrar, ni vimos bandadas de pájaros volando hacia el sur. Lo mínimo hubiese sido escuchar siete trompetas pero ni ese aviso se nos concedió. Todo era normal, un matrimonio normal disfrutando una comida normal junto a su hijo normal. Y entonces todo cambió.
Objetos empezaron a ser arrojados al suelo desde lo alto de la trona. Pedazos de pan llegaban bajo las mesas de otros comensales. Hubo que apartar platos y vasos. Tenedores y cuchillos se escondieron para evitar males mayores. Todo era susceptible de terminar en el piso. Y llanto, mucho llanto. Y gritos, muchos gritos! La gente empezaba a mirarnos y nosotros intentábamos mantener la calma, pero no puede haber calma en una perreta. Los camareros pasaban de largo disimulando cuando todos sabemos que en el fondo estaban acordándose de toda nuestra estirpe. Un hilo de sudor empezaba a bajar por mi espalda mientras me decía a mi mismo que todo aquello terminaría pronto. Si la criatura no dejaba de llorar tarde o temprano tenía que deshidratarse. O quién sabe, igual con suerte me daba un infarto y despertaba en el hospital donde no dejan entrar niños.
Nada de eso sucedió. Hubo que abortar la comida en familia y comer por turnos. Mientras uno paseaba al niño llorando en el carricoche por la calle el otro intentaba disfrutar del pulpo a la plancha y las zamburiñas en solitario. Los llantos seguían, pero por lo menos lejos del público. De vez en cuando nos cruzábamos miradas por la ventana compadeciéndonos mutuamente por la vida que nos había tocado vivir. Sobra decir que intentamos apurar la comida lo más que pudimos. No se tomaron postres y mucho menos café. Yo sólo quería volver al coche y huir lejos. Quién sabe, quizás entrar en el programa de protección de testigos donde nos diesen una nueva identidad y dejásemos de ser el matrimonio aquel del restaurante de Ribadeo cuyo hijo estaba poseído.
-Mira pa´lli!! Si lo tienen asilvestrado!!